Esta sería la causa de verse a sí misma como una niña con identidad bendecida por unas gotas de alcohol maloliente. Nacer como morir son episodios inciertos que no se eligen ni se deciden, sencillamente ocurren desparramando tiempo y espacio, cubriendo el lomo con aromas donde lo único perenne son los sentidos que nos permiten satisfacer un último aliento o un nuevo estremecimiento de placer.
Para Sara el placer era una cosa seria, no lograba a diferenciar entre placer y displacer y ambos la arrastraban a la vacilación.
Ese verano en Santa Teresita estuvo viciado de titubeos. Dudaba cuando observaba al mar, esa mole de agua salada que se le venía encima, crujiente en sal sobre su contundente osamenta.
Oscilaba cuando cubría de arena caliente a Susú y sólo le dejaba la cabeza afuera y esos ojos celestes que se encendían en la playa como luciérnagas de noche estrellada.
Dudaba si podría sacarla de tan hondo sarcófago, aunque sólo sus abstracciones eran un problema para ella, porque su hermana se entregaba a las extrañas caricias que Sara le propiciaba, confiando en que ella sabía y sus cuidados sobrepasaban algún peligro.
Esa tarde estuvo enterrada tres horas, mientras Sara construyó en rededor de ella un majestuoso castillo, con banderas de papel dorado de alfajores y palillos secos de tamarindos; era un castillo soñado para su princesa. Pero cuando Luisa se alertó del tiempo que allí estuvo su hija menor toda la obra se desintegró y la niña salió efectivamente de ese sarcófago casi en estado de hipotermia.
La vuelta al hotel era casi siempre entre retos y Sara no sabía cómo hacer para agradarle a su madre. Algo sucedía inevitablemente que las alejaba, las perturbaba. La benjamina quedaba al margen porque Sara y Elvira le habían construido un mundo imaginario de fantasías.
La vuelta de esas vacaciones marca otro hito en la salud mental de Sara que estaba muy preocupada por una marca que se le había fijado en su memoria.
Comenzó a tejer la posibilidad que “Macarena” fuera una red de trata de personas y así se lo manifestó varias veces a su madre en el transcurso de la estadía en la playa. “Macarena” era el nombre de un balneario y había carteles publicitándolo por todas partes.
Los murales tenían niños y niñas bañándose en el mar y familias en el parador. Razón suficiente para tramar una historia delirante que la acompañó toda su permanencia, pero tuvo su desenlace en la partida, cuando esperaban el micro que las devolvería a Buenos Aires.
En la estación de ómnibus le recomendaron a Sara cuidar los bolsos, mientras su madre llevaba a Susú al baño; allí sentada sobre los bultos rompió en llanto y comenzó a gritar “no los dejen, no los dejen que Macarena se lleve a esos niños”, cada vez más fuerte repetía sin cesar: “No los dejen, nunca más volverán” “hagan algo, Macarena se los está llevando”.
Una pareja que estaba cerca la abrazaron tratando de consolarla, sin embargo, Sara estaba poseída y cada vez gritaba más fuerte, presa de un ataque de llanto, se acercó más gente, un hombre trató de sentarla en un banco y en esa maniobra se desplomó en el piso; justo cuando venía Elvira con Susú. ¿Qué pasó? exclamó su madre, le relataron lo sucedido.
Toda la estación de Ómnibus estaba en ese espacio donde estaban sus bolsos, el caos se había instado otra vez justo al lado de Sara.
El regreso
El clima enrarecido de la Argentina se correspondía con el del micro Pluma que traía a la familia Sandoval Suarez. Elvira no comprendía lo que le pasaba a Sara, simplificaba todo a una vasta imaginación y una gran sensibilidad, pero no percibía que su hija estaba cursando un brote psicótico.
Imaginar que “Macarena” era una red de trata de personas se emparentaba a una crisis delirante que desposeía a Sara de toda racionalidad en donde su labilidad derribaba cualquier posibilidad de tener una idea lucida, todo estaba teñido por la inmensa preocupación del destino de esos niños.
Quizá algo de realidad exista en la afirmación que los niños y los locos dicen siempre la verdad, una verdad que estaba siendo gestada por esos días con velos de oscuridad.
Eventualmente los próximos años estuvieron signados por la desaparición forzosa de personas y los bebés, también niños fueron apropiados, en aquel momento eso que tanto le preocupaba a Sara, que le creaba insomnio que la desequilibraba ocurriría precipitadamente unos meses después.
Entre retos y reclamos logró subir a sus hijas al micro, se sentó con Sara y ubicó a Susú en otro asiento junto a un señor mayor. Trató de contener a su primogénita sin tener demasiado éxito. Fue un regreso complicado.
Dos veces la gendarmería detuvo al ómnibus realizaban cacheos y control de documentos de todos los pasajeros. Esta situación aceleraba la persecución de Sara porque asociaba esto con su paranoia sobre “Macarena”, confundiendo a los uniformados con los agresores responsables de la desaparición de los niños.
Todo conspiraba contra ellas. Doña Elvira se deshacía en explicaciones que poco convencían pero lo más relevante de estos sucesos era el paralelismo que existía entre lo que la joven alucinaba y lo que estaba pasando en la realidad. La pesadilla culminó después de más de diez horas cuando por fin llegaron a Flores desde Santa Teresita, de esas ansiadas vacaciones que por fin habían terminado.
Doña Elvira acomodó a sus hijas en sus camas y simplemente se desplomó en la silla de la cocina con sus ojos perdidos en algún punto de esa casa que se le venía encima, con la soledad misma de la noche y con la certidumbre que alguna de ellas tres merecía salvarse.
Una mujer que sufrió tanto sabe vislumbrar el recorrido del sufrimiento. Algo que aún no había dañado a Susy, su hija menor entonces, pensó que bajo ningún aspecto debía atravesarla.
No era una noche para conciliar el sueño, calentó la pava para tomar unos mates mientras se le arremolinaban imágenes de la playa, de la gente que había conocido en esas vacaciones, de repente abrió el bolso de mano que estaba sobre la mesa entre otras cosan de las chicas y sacó una revista que había comprado en la terminal, se llamaba “Al Vesre” era una especie de
folletín con noticias del Partido de la Costa, Hojeándola encontró una poesía titulada:
“Poema para no morir” que decía:
Sé que algún día dejaré de
Pertenecer al mundo
Y nunca más podré escribir
Ni hacer el amor,
Ni disfrazar la naturaleza
Con un poema,
Ni viajar en los libros,
Ni exponer mis ideas.
Por eso, en este poema dejo,
Mar, cielo y luna
Mariposas, besos y sirenas,
Y me dejo a mí,
Porque cuando muera seguiré
Viviendo en estos versos.
José Beláustegui, 26 de diciembre de 1976
Tomó el primer mate amargo y un poco caliente que le quemó la garganta anudándola más aún que lo que acababa de leer de un desconocido que se le hacía carne.
Ahí quedó balbuceando imágenes con la boca entreabierta y una música de sirenas y besos, de sal marina aunque el profundo temor de ya no estar más en este mundo. Se durmió sentada con la revista entre sus brazos y los destellos de las estrellas en su ventana de Flores.
(*)Silvia Nora Borrajo (CibilaRona) es docente y periodista.
10 de abril del 2020
LaOrejaQuePiensa, Pcia de Bs. As. Argentina