Asombra la cantidad de discos que este fenómeno musical llamado Daniel Barenboim ha grabado en Europa en los últimos tres años, ya sea como pianista (su actividad original), ya sea como director. El hecho de que Barenboim naciera en Buenos Aires hace 27 años movió a Panorama a solicitar a su corresponsal en Europa, Tomás Eloy Martínez, que lo entrevistara en París; toda una hazaña que requirió largos meses de espera —hasta que el monstruo sagrado tuviese un renglón en blanco en su colmada agenda— y una incalculable dosis de paciencia para lidiar con sus desplantes. Este es el resultado:
LA FERIA.
Hace un minuto, las luces de la sala se han amortiguado y el haz de un reflector desciende sobre el Steinway que está en medio del escenario. Puede oírse cómo la respiración del público se ha suspendido de repente, y cómo un centenar de manos, en lo alto de la corbeille, afila las lentes de los gemelos para ver al Gran Monstruo. Desde hace tres días, los críticos de París excitan sin piedad el apetito de los melómanos: han ordenado un alerta general para las orejas, un riguroso acantonamiento del tacto, el olfato, la vista: "Prepárense —dijo L'Aurore—: el 25 de mayo, Beethoven volverá a vivir entre los dedos de un coloso."
"No hay que faltar a este concierto bajo ningún pretexto", ordenó Le Nouvel Observateur, y mil trescientas personas (ciento cincuenta más de las que caben, sentadas, en el Théátre des Champs-Elysées) han respondido al llamado. Es el primero de una serie de tres recitales, pero es también el único en que el Monstruo se exhibirá solo: los otros prevén la entrada de un violoncelo y de un violín.
A las 9 y diez de la noche, un ujier de uniforme rojo, oculto entre las bambalinas, abre la puerta del escenario y cede el paso a Daniel Barenboim. El pianista no responde a los aplausos: pone en orden el pelo enrulado, que le oscurece la frente como una visera, alza la quijada para oler el aire que pasa sobre su nariz, y ataca el presto de la Sonata Nº 7 a paso de carga. El público, que estaba levitando, pierde el equilibrio y cae sobre las butacas.
"¿De qué se asustan? —comenta Pierre Julien, el crítico de L'Aurore, que ha venido a sentarse en la segunda fila de plateas—. Después de todo, es una obra de juventud." El movimiento que sigue, largo e mesto, provoca una instantánea caída de los párpados; un clima de plegaria aletea sobre la sala. Ahora sí, este genio de 27 años parece en verdad la reencarnación de Backhaus: como un poseso, el Steinway habla con la misma pureza de frases y la misma potencia espiritual del difunto maestro alemán.
El teatro entero se pone de pie cuando Barenboim termina el rondó, y los bravos llueven desde las galerías, bajan redoblando desde los palcos hasta los pies del ejecutante. Pero él no parece conmovido: inclina la cabeza un par de veces, y se esfuma.
LAS VANIDADES
Los vecinos de su casa de Paddington, en Londres, hablan en voz baja cuando lo oyen trabajar en el piano. La prensa inglesa los ha convencido de que este muchacho jocundo y a la vez impertinente es el talento musical más completo de la década: como solista, han descubierto en él una grandeza comparable a la de Rubinstein o Gieseking; como director de orquesta, han advertido que tiene "el equilibrio imperial de un Edwin Fisher, la interioridad de un Wilhelm Fürtwangler". Pero apenas se aparta de la música, Daniel Barenboim pierde todos las llamas del genio: el lenguaje oral se le convierte en una pesadilla a la que trata de vencer con monosílabos, sus ademanes de gato frente al piano se trasfiguran en extraños saltos de mono. El 26 de mayo, a mediodía, dos amigos de juventud golpearon a las puertas de su cuarto, en el hotel de la Tremoille (a cien metros del Théátre des Champs-Elysées): Barenboim descendió con ellos hasta el café de la esquina, bañándolos de carcajadas, y una vez allí, con las manos en la cintura, trató de divertirlos burlándose, en hebreo, de los transeúntes que pasaban con ropas estrafalarias. "Hoy es tu día de zoológico", le dice Pinkas, uno de los amigos.
Luego, sentado en un sillón del vestíbulo, Barenboim empieza a revolverse contra su propio pasado. Se declara frágil para toda memoria que no sea la de la música, torpe para establecer los nombres y las circunstancias. Nació en Buenos Aires el 15 de noviembre de 1942; de eso está seguro: pero no sabe precisar en qué calle, ni a qué escuela acudió, ni qué parajes de la ciudad vio durante la infancia. Habla vagamente de unos árboles que flanqueaban cierta avenida, de una torre con cúpula de pizarra, de un día penoso de calor. Pero no se atreve a asegurar que la torre era de Buenos Aires y no de Salzburgo, que el calor correspondía a un verano argentino o israelí. Es más prolijo cuando se trata de la música: "El piano gobernaba mi casa desde que amanecía —cuenta, y por primera vez los ojos sueltan un destello—. Mi padre, Enrique, era un ejecutante de cámara; mi madre, Aída Schuster, daba lecciones de solfeo durante diez horas por día. Era normal, pues, que yo aprendiera las escalas antes que las letras del alfabeto. Creía que el mundo estaba poblado sólo por gente que tocaba el piano; la primera vez que salí a jugar a la vereda (recuerdo un almacén y un auto verde delante de mí, eso es todo) me sorprendió que los demás chicos se divirtieran con figuritas redondas de cartón. Imaginé que la calle estaría llena de pianos, y la ausencia de música me decepcionó".
De pronto, la topografía porteña se acerca a Barenboim: sí, ahora lo sabe, era en Belgrano donde vivía, pero ¿por cuánto tiempo, en qué casa? Ah, no, esos detalles están demasiado lejos para obligarlos a volver. Las únicas idas y vueltas posibles son las del instrumento que amó ciegamente hasta los cinco años. "Mis vacilaciones comenzaron en esa época —dice—. Un día de 1947 mi padre resolvió integrar un dúo con el violinista Carlos Ramos Mejía. Ensayaban todas las tardes, desde las 3 hasta las 8 y yo me sentaba absorto delante de ellos, con sólo dos sentidos despiertos: el oído y la vista. Lo único que le pedía a la vida era acompañar a mi padre en un dúo. Las visitas diarias de Ramos Mejía me convencieron de que sólo tocando el violín iba a conseguirlo.
Inicié entonces una resistencia pasiva a las lecciones de piano y declaré que abandonaría la música para siempre a menos que me confiaran un violín. Buscaron uno por toda la ciudad, pero no lo encontraron del tamaño apropiado para mis dedos. Hasta que mamá se dio cuenta de lo que pasaba, y una tarde de abril (afuera, me acuerdo, llovía a torrentes), Ramos Mejía no abrió el estuche de su instrumento, se sentó al piano, junto a mi padre, y ejecutó con él una sonata a cuatro manos. La experiencia me curó para siempre."
Otras huellas minúsculas le han dejado esos años: la escuela (aunque no sepa cuál), a la que iba, como todo el mundo, "porque papá quería que creciese normalmente, libre de esas torres de marfil que afligen a los niños prodigios"; los conciertos de cámara en la casa de Ernesto Rosenthal, donde "conocí a Martha Argerich".
"Poco a poco —cuenta—, la música se me fue imponiendo sin que mis padres me forzaran. Papá, sobre todo, era lo bastante intuitivo como para dejarme obrar con libertad, pero a la vez me colmaba de consejos cuando veía que los necesitaba. Siento que esa época de mi vida fue la pileta de natación donde aprendí a moverme; en las piletas, aun cuando se es novato, a uno le gusta arreglárselas solo, pero al mismo tiempo reconforta la presencia del profesor."
Barenboim no reconoce otro maestro que su padre: "A él le debo mi técnica perfecta, mi desdén por la ortodoxia en la ejecución, mi facilidad para tocar como se me da la gana". ¿Qué hay detrás de esas frases: vanidad o hartazgo? "Sólo la certeza de que soy el que soy", dice Barenboim, despreocupado.
(*) Extracto de la nota publicada en la revista Panorama Nº 164 del 16 de junio de 1970