Fue en 1973. Se medían los equipos infantiles de Argentino Junior y River Plate, en Buenos Aires.
El número 10 de de Argentinos recibió la pelota de su arquero, esquivó al delantero centro de River y emprendió la carrera.
Varios jugadores le salieron al encuentro: a uno se la pasó por el jopo, a otro entre las piernas y al otro lo engañó de taquito. Después sin detenerse, dejó paralíticos a los zagueros y al arquero tumbado en el suelo, y se metió caminando con la pelota en la valla rival. En la cancha habían quedado siete niños fritos y cuatro que no podían cerrar la boca.
Aquel equipo de chiquilines, Los Cebollitas, llevaban cien partidos invicto y había llamado la atención de los periodistas. Uno de los jugadores, el veneno, que tenia trece años declaró:
-Nosotros jugamos por divertirnos. Nunca vamos a jugar por plata. Cuando entra la plata, todos se matan por ser estrellas, y entonces vienen la envidia y el egoísmo.
Hablo abrazado al jugador más querido de todos, que también era el más alegre y el más bajito: Diego Armando Maradona que tenía 12 años y acababa de meter ese gol increíble.
Maradona tenía la costumbre de sacar la lengua cuando estaba en pleno envión. Todos sus goles habían sido hechos con la lengua afuera. De noche dormía abrazado a la pelota y de día hacia prodigios con ella. Vivía en una casa de un barrio pobre y quería ser técnico industrial.
* Del libro “Futbol a sol y a sombra”, del escritor uruguayo Eduardo Galeano.