El primero de mayo de 1886 fue un hermoso día en Chicago. El fuerte viento proveniente del lago, con frecuencia muy inclemente en la primavera, amainó ese día y había un sol radiante. Albert Parsons y August Spies, principales organizadores de la gran concentración preparada para ese día en reclamo de la jornada de ocho horas, no imaginaban que ponían un hito en la historia y que más de un siglo después esa fecha seguiría siendo celebrada como el Día Internacional de los Trabajadores.
Oscar Neebe, quien en el posterior juicio a los Mártires de Chicago sería condenado a 15 años de prisión, relató así, ante los jueces, la condición de los trabajadores norteamericanos en aquella época: “Vi que a los panaderos de esta ciudad se les trataba como a perros. Y ayudé a organizarlos. ¿Es eso un crimen? Ahora trabajan diez horas al día en vez de 14 0 16 que trabajaban antes. ¿Es otro crimen? Pues cometí otro mayor. Una madrugada observé que los trabajadores cerveceros de Chicago comenzaban sus tareas a las cuatro de la mañana. Regresaban a sus casas hacia las siete u ocho de la noche. Nunca veían a sus familias y sus hijos a la luz del día. Fui a trabajar para organizarlos. Vi a los empleados de esta ciudad que trabajaban hasta las diez y once de la noche. Emití una convocatoria, y hoy están trabajando sólo hasta las siete de la noche y no trabajan los domingos. Esos son mis mayores crímenes”.
Las terribles condiciones laborales habían hecho surgir las primeras organizaciones sindicales, como la de los Caballeros del Trabajo, en cuya conducción se contaban muchos anarquistas y socialistas provenientes de Europa, como el alemán Spies.
Los sindicalistas reclamaban humanizar el trabajo obrero y mejorar la situación de las mujeres y los niños empleados en las fábricas, y en 1886 se habían lanzado decididamente a lograr la jornada máxima de ocho horas como la conquista principal.
Durante los dos meses que precedieron a aquel primero de mayo, ocurrieron repetidos disturbios y era común ver vehículos cargados de policías recorriendo la ciudad a gran velocidad.
Parsons, orador elocuente, era un incansable activista. Destacado dirigente del sindicalismo de Chicago, no sólo era miembro de los Caballeros del Trabajo (Knights of labor), sino que también fue fundador del Sindicato Obrero Central, con 12 mil afiliados.
En marzo, los sindicatos de ebanistas, maquinistas, gasistas, ladrilleros y estibadores de Chicago tomaron la decisión de realizar una huelga el primero de mayo si antes de esa fecha no se les concedía la jornada de ocho horas.
A principios de abril, 35 mil trabajadores de los corrales votaron en favor de la adhesión al paro. Pocos días después los albañiles, los carpinteros, jugueteros, zapateros, empleados de comercio y tipógrafos se unían al ya gigantesco movimiento.
Se calcula que ya a mediados de ese mes, unos 62 mil trabajadores de Chicago se habían comprometido a realizar el paro. El 30 de abril otros 25 mil asalariados exigieron la jornada de ocho horas sin amenaza de paro, y 20 mil ya habían logrado la conquista.
La gran jornada se fue preparando en los días previos con reuniones frente a las fábricas y concentraciones en las que se logró reunir hasta 25 mil personas.
A su vez, los comerciantes e industriales asustados por las consecuencias de la movilización también se preparaban: consiguieron que se movilizara la Guardia Nacional, se aumentaran las fuerzas policiales y se fundara un cuerpo especial de represión. El diario Chicago Tribune (hoy el imperio de medios gráficos más grande de los EE.UU.) reclamó que se colgara “el esqueleto de un anarquista en cada poste”, y concentró sus fuegos sobre Parsons y Spies como los mayores responsables del movimiento a favor de la jornada de ocho horas.
Llegó finalmente el primero de mayo. Era un sábado, ordinariamente día de trabajo, pero las fábricas y paradas de Chicago amanecieron vacíos, los almacenes cerrados, las calles desiertas, las construcciones detenidas, los corrales silenciosos.
Multitudes de trabajadores riendo, charlando, bromeando y vestidos de domingo, acompañados por sus esposas e hijos, comenzaron a concentrarse en la Avenida Michigan. A los lados de la ruta que seguiría el desfile, policías armados, agentes del cuerpo de represión y guardias “especiales” buscaban ubicación. Más de 1.300 miembros de la Guardia Nacional estaban concentrados, listos para actuar.
El acto a orillas del Lago Front se desarrolló, sin embargo, con total normalidad. Desde la tribuna se pronunciaron discursos en inglés, bohemio, alemán y polaco. Parsons y Spies fueron los dos últimos en hablar. Luego se produjo una pacífica desconcentración.
El dispositivos de seguridad recién tuvo oportunidad de ser empleado más tarde, cuando obreros despedidos de la Mac Cormik Harvester se trenzaron en pelea con unos 300 rompe huelgas. Seis trabajadores resultaron muertos por disparos de las fuerzas de represión y Spies, que fue testigo del episodio, reunió a varios dirigentes sindicales y organizó para el día siguiente un acto de protesta contra la violencia policial en la Plaza Haymarker.
También esta concentración fue tranquila, a pesar de que se reunió una multitud. Pero cuando ya los asistentes se retiraban y hablaba el último orador, Sam Fieldem, se oyeron gritos de urgente advertencia: calle abajo, en formación militar, se acercaban 180 policías. El capitán se dirigió al orador: “En nombre del pueblo del Estado de Illinois, ordeno que se disuelva este mitin inmediatamente”.
Se produjo un momento de silencio que permitió oír el rumor de las carreras de los asistentes que huían para evitar la violencia policial. En ese instante, un enceguecedor relámpago iluminó la noche y se oyó el estruendo de una explosión. Alguien había hecho detonar una poderosa bomba causando la muerte de un policía. Los agentes, entonces, comenzaron a disparar en todas direcciones.
Al otro día se desató una verdadera cacería de sospechosos. Aunque nunca fue aclarado, se estima que la bomba fue colocada por un agente pagado para provocar la reacción policial. Centenares de activistas sindicales fueron apresados, principalmente los extranjeros, se allanaron hogares y sindicatos, y se destruyeron las imprentas donde se editaban los periódicos obreros.
Parsons, Spies, Fieldem, Neebe, Michael Schwab, George Engel, Adolf Fischer y Louis Lingg fueron acusados de conspiración en el asesinato del policía, y el 21 de junio de 1886 se inició el célebre proceso ante el juez Joseph E. Gary.
Parsons había logrado escapar de las redadas, pero se presentó voluntariamente para ser juzgado después de decirle a un amigo: “Sé lo que estoy haciendo. Sé que me matarán. Pero me resulta imposible estar gozando de libertad sabiendo, como sé, que mis compañeros sufrirán largas condenas o serán ajusticiados, acusados de un crimen del cual son tan inocentes como yo”.
El jurado, compuesto en su mayoría por comerciantes e industriales, era lo menos imparcial que pueda imaginarse.
Según investigaciones realizadas posteriormente por un gobernador de Illinois, John P. Altged, “cuando el juez que actuó en este caso falló que un pariente del muerto era jurado competente, y eso después de que ese hombre declarara ingenuamente que estaba profundamente prejuiciado contra el acusado (...) y cuando en una serie de oportunidades afirmó que eran competentes como testigos o como jurados hombres que se proclamaban convencidos de la culpabilidad de los acusados antes de haberlos escuchado (...) entonces ese proceso perdió cualquier semejanza con un juicio justo”.
El juicio reunió una impresionante montaña de papelería, pero el fiscal no pudo acumular evidencias contra los acusados. Se cambiaron entonces los términos y fundamentos de la acusación y se alegó que el desconocido que había arrojado la bomba lo hizo fuertemente influenciado por las palabras e ideas de los acusados.
Cuando llegó el turno de los procesados, estos acusaron a los acusadores: “¿Qué son el socialismo y el anarquismo?”, se preguntó Parsons. “Son el derecho del trabajador a tener igual y libre utilización de las herramientas de la producción, y el derecho de los productores a su producto”, dijo.
“Yo soy socialista –agregó- soy uno de los que piensan que el salario esclaviza, que es injusto para mi, para mi vecino y para mis compañeros. Pero no aceptaría dejar de ser esclavo del salario para convertirme en patrón y dueño de esclavos yo mismo”.
Spies dijo al juez Gary: “Si usted cree que ahorcándonos puede eliminar al movimiento obrero, el movimiento del cual millones de pisoteados, millones que trabajan duramente y pasan necesidades y miserias esperan la salvación, si esa es su opinión, entonces ahórquenos. Así aplastará una chispa, pero acá y allá, detrás de usted y frente a usted y a sus costados, en todas partes, se encienden llamas. Es un fuego subterráneo. Y usted no podrá apagarlo”.
Todos los alegatos de los acusados fueron inútiles y el 9 de octubre se dictó la sentencia de muerte para Parsons, Spies, Engel y Fischer. Lingg había aparecido muerto en su celda.
Finalmente llegó la mañana de la ejecución y los cuatro condenados fueron trasladados al cadalso. Cuando el verdugo bajó la máscara sobre el rostro de Parsons, su voz retumbó: “¿Se me permitirá hablar, hombres de los Estados Unidos? Déjenme hablar, alguacil Mattson. Que se escuche la voz del pueblo...” Y trató de continuar, pero se soltó el muelle que sujetaba la trampa del cadalso y su cuerpo quedó pendiendo en el vacío.
Un comerciante declaró luego a la prensa de Chicago: “Yo no considero culpables de ningún delito a esas gentes, pero se les debe ahorcar. Yo no les tengo miedo. Oh, no. Es el esquema utópico de unos cuantos maniáticos filantrópicos, que hasta resultan agradables. Pero lo que sí considero que debe ser aplastado es el movimiento obrero. Si se ahorca ahora a estos hombres, los Caballeros del Trabajo nunca más se atreverán a crearnos problemas”.
La jornada de ocho horas se consiguió muy poco después. El primero de mayo del año siguiente se celebraron concentraciones masivas en casi todas las capitales del mundo en recordación de los Mártires de Chicago.
En diciembre de 1888 el Congreso Federal Trades en San Luis decidió que a partir del primero de mayo de 1890 se realice una manifestación en esa fecha todos los años en recuerdo a la lucha por las jornadas de ocho horas. Luego, el Primer Congreso Obrero Internacional de París en el año 1889 ratificó esa fecha y le asignó carácter internacional a la conmemoración.
Aunque pasaron ya 124 años desde aquella movilización y sus hechos derivados, parece una irrealidad que las luchas de los trabajadores sean por los mismo motivos, y que las fórmulas del poder para impedirlo también sean iguales.
(*) Nota publicada en la agencia ANC-UTPBA del 29/04/2004