Agencia La Oreja Que Piensa. Desde Tandil. Por Carlos Monti (*)
Salimos de Tandil, una mañana cualquiera de esas que clarean antes de empezar. Sacamos el boleto. Previo tomar frente a la plaza, el colectivo 500.
El marrón con amarillo. Nos depositó después de unas vueltas, a los pies de la estación. Vimos silos, rieles, techos ingleses. Correteaban por el andén mujeres con bolsas y hombres con rasgos duros, bombacha de gaucho y boinas negras.
Eugenio blandió el boleto y yo asentí. El guarda pitó dos veces. Me mal acomodé la mochila. Pisé el estribo y mirando hacia el interior del vagón unos asientos azules con betas en un verde deslucido se deslizaron somnolientos sobre la alfombra roja, eterna.
Robert Eugenio se sentó contra el vidrio de la ventana. Sacó de su mochila un paquete de bizcochitos y una botella de agua. Me ofreció uno y estiré la mano. La formación se trasladaba en un ritmo lento, y el pueblo iba desapareciendo en ese ritmo. Las casas ya dejaban de serlo .Unas ilusión de taperas se disgregaba en el oscuro verde.
El campo, solo el campo entre las cortaderas y las totoras se abrían paso en los pajonales .La formación se detuvo. Un empleado del ferrocarril, antes del puente, movió la palanca. Cambiamos de vía hacia Gardey. Él subió y la maquina movió su rodaje. El ritmo a paso lento, trasnochado, nos condujo a otra época. A otro tiempo. Detenido en el tiempo.
Los niños boy scout, cantaban sus canciones atronando a los despreocupados pasajeros. Yo sonreí desde la tercera fila. Ella me miró. Por una fracción de segundo me vi en sus ojos. El campo tomó una continuidad de alambrado. Pasó el guarda por los vagones. —Nos detenemos unos quince minutos —dijo y se pasó la mano tosca por la boca. La formación se detuvo. La maquina disel continuó con su sonido característico.
Caminamos por el pasto alejándonos de la gente. Un cartel de hierro forjado con letras negras en un fondo blanco, dejo expuesto el nombre: Gardey.
Cruzamos el molinete y un viejo almacén con fachada desgranada en rosa, dejaba ver entre los ladrillos ya sin revoque el año…1923.
Al ingresar, se veía un mostrador de madera y en su anverso una estantería colmada de botellas. Un mozo con delantal blanco y varios diminutos bolsillos. Extrajo un destapador.
La chapa que oficiaba de tapa cedió bajo sus estrías y la cerveza despidió antiguos aromas. Yo, tomé un té de hierbas. La salamandra crepitaba a unos metros. El viento afuera cortaba como cuchilla.
El guarda tocó su silbato y nos encolumnamos hacia nuestro destino. El campo, nos envolvió y nosotros dejamos que el verde nos embriage.
Las señoras mayores hablaban entre sí. A ella la miré de reojo. Me acomodé en el asiento. Un riacho al costado de la vía, dormía una siesta blanca. El agua se salpicaba a retumbones.
Pegue, casi los ojos en el vidrio. Eugenio estiró su cuello acomodando la bufanda bordó, veteada en marrón. El guarda volvió a pasar.
Nos detuvimos en el pueblo: Vela. Y Robert Eugenio, descendió con premura. Yo lo acompañe a unos pasos .El andén se colmó de colores y aromas. Todo junto.
Algunas palabras y risas quedaron colgadas de los tirantes de hierro, que balconeaban las tejas del andén. Cruzamos la polvorienta calle.
Los silos eran visitantes mudos alrededor de nosotros. Una plaza enmarcaba la refienda. Dos estatuas y unos árboles en simétrica dilatación dejaban expuesto su letargo. Dos cuadras de fachadas sarmentinas nos introducían a un pasado que ya era presente.
Una chica barría la vereda. Me detuve. Abrí la boca generando una pregunta.
—Hola, disculpame—.¿Sabes algo… de los Robert, Eugenio Robert?
Ella hizo una seña con la mano. Se acercó al auto que estaba estacionado. Una mujer joven con anillos en los dedos y tapado negro habló desde el interior.
—Sí, Luisito Robert está internado en el Hospital. Eugenio se acercó al vidrio del auto preguntando.
—¿Esta bien para hacerle preguntas? o está internado por alguna enfermedad siquiátrica —Vaya a verlo.
Caminamos por las calles empedradas bajando tres cuadras y doblando una. Un edificio achaparrado, en un pulcro color blanco. Nos detuvimos en seco.
Cruzamos la puerta y nos encontramos con un pasillo alargado.
—Hola—dije. Una enfermera se apersonó. Eugenio sacó una fotocopia de inequívoco color azul. Y la movió con su mano derecha.
—¿Son pariente de Luisito Robert? Eugenio la miró con cara circunspecta. Yo lo acompañe a unos metros .Nos internamos por otra puerta gris con un vidrio en forma de ovalo, aterciopelado que deja pasar la luz en forma quejumbrosa.
Nos encolumnamos absorbiendo un aire enardecido, cargado de olores extraños. La enfermera abrió la puerta. Cuatro hombres mayores estaban aposentados en sus camastros, como si el tiempo se abría quedado entre las sabanas.
Eugenio se detuvo al lado de la cama. Con su campera verde militar y la bufanda que le regodeaba el cuello. Luisito Robert abrió su boca y salió de ella un sonido levemente audible. Nos costó interpretar esas palabras… Yo me encontraba apoyado en el barral, a los pies de la cama. El señor de su derecha, refirió una historia que los otros asintieron.
—Yo conocí a Eugenio Rober. Era herrero. Y levantaba un carro con el hombro. Tuvo varias entradas en la cárcel por ebriedad. Se dice en el pueblo que abría los barrotes y se escapaba. Al tiempo, el mismo, los iba arreglar.
El que se encontraba de costado en la cama (Un tal Montenegro), desde el otro extremo dijo: El padre de Luisito era colchonero. Y lo conocí a Eugenio Robert. Yo era chico y ayudaba en un taller mecánico. Me gustaba meterme en la fosa. Eugenio Robert me tomaba del pescuezo y así me levantaba desde el interior del foso. Con una mano para mirarme a los ojos. Y me volvía a depositar en la fosa.
Arreglaba las ruedas de los carruajes y un poco de todo. El aire se enrareció de golpe y salí, afuera del hospital.. Eugenio quedó detenido dentro de ese tiempo… Caminamos juntos, hacia el Palacio Municipal.
El refirió la historia y una empleada administrativa, se presentó como Sole, de un descuidado aspecto juvenil. Mirándolo comentó:
—Vayan al Museo Histórico de Ciencias Naturales. Y vean de parte mía, a Aníbal, él les contará. Es una autoridad sobre la historia de Vela.
Caminamos unas furibundas cuadras. Al lado de la escuela n° 5 se encuentra el pequeño Museo. Desde la puerta veo a un hombre de cabello blanco, con campera gris y su cierre tres cuarto abierto.
Mi amigo extrae del bolsillo de la campera verde, un papel. Y comienza a desdoblarlo. Las letras azures le dan un aspecto viejo.
—Venimos del hospital de ver a Luisito…—dice arrastrando las palabras. Y Soledad nos mandó con usted.
El hombre nos queda mirando y hace un movimiento extraño con sus manos. Un tic y zamarrea levemente la cara.
—Soy Eugenio Robert. —El hombre se regodea como paladiando las palabras.
—Casares presentó un proyecto en la Feria de las Naciones de Paris.
En ese momento se inauguraba la torre Eiffel. Sí, Eugenio Robert…el herrereo. Acá a unas cuadras hay un hombre de unos 80, que lo conocía. Es más, era su amigo: Taranto.
A su tiempo le pediré un escrito sobre las historias. Vimos una casa verde. Fue habitada por Marta. Dicen que se bañaba en leche y era fotógrafa. Acá, en la pared, tenemos fotos antiguas del pueblo tomadas por ella.
Me lo quedo mirando en vendito asombro. Nos acompaña, en un recorrido por esos objetos del pasado. Y me detengo en una madera donde están colgados candados antiguos. Hay un clavo desnudo. Nos miramos.
—Se lo robaron— me dice e inclina levemente la cabeza.
Nos refiere la historia que en la cárcel, Eugenio Robert ,se escapaba abriendo los barrotes. Miro la hora en el celular. Y faltan diez minutos para que salga el único tren que nos lleva a Tandil y al Hostel.
Caminamos las calles adoquinadas, extraídas de la Sierra Grande. Tengo hambre… falta unos pocos minutos para que el tren salga. Y vemos un bar, frente a la estación. El bar Tito. Su fachada se desoja en ladrillos desnudos. Ingreso junto a mi amigo. Pido cuatro empanadas de carne y las espero. El camina hacia el baño. El dueño, un tal Morci, me hace una seña con la mano… indicándome una mesa.
La miro con la importancia que uno mira una mesa. En el centro del bar, en ronda, unos parroquianos toman una bebida espirituosa. Uno de ellos refiere: En esa mesa escribió Soriano: No habrá más penas ni olvido.
Me aserco despegándome de la barra. Le saco una foto. Vuelve mi amigo y saca del bolsillo exterior de la campera verde (ya no sé, si es por última vez) el papel gastado en letras azules. Un parroquiano (Ramallo) se para y mirándonos dice:
—Yo era Amigo de Eugenio Robert, un tipazo. Levantaba las carretas con el hombro. Otro desde su asiento comenta: —Sí, abría las rejas y se escapaba de la cárcel.
¿Lo vieron a Luisito está en el Hospital junto a los hermanos Montenegro?
Miré la hora, faltaban unos minutos…. Ayer fui al Museo Histórico Fuerte Independencia y debajo de una carreta del 1870 se encuentran dos cabezas de buey que fueron encontradas por Eugenio Robert, el herrero, en Vela y donadas por el Museo Histórico de Ciencias Naturales.
Se me está acabando la estadía en Tandil (Un lugar soñado). Segovia Monti. Tandil. 25.5.2016.
(*) Mi seudónimo es Segovia Monti, nacido en 1961....escribo poesía, cuento y novelas.
Publique en el año 2013 “San Juan Salvamento” y en el año 2015 “Iluminados por el faro”.
Trabajo en una biblioteca escolar rural en San Miguel. Y participo en la redacción de dos revistas de la Biblioteca Nacional y en relación a la universidad de General Sarmiento...Estuve de jurado de cuento y poesía en la Biblioteca Nacional y Los torneos Bonaerense.
Actualmente vive Bella Vista. Partido de San Miguel.